viernes, 5 de junio de 2009

El samovar cuenta su historia


En la ciudad de Tula, al sur de Moscú, el Museo del Samovar atesora ejemplares únicos de este singular invento ruso.
La dueña se instaló ante el samovar y se quitó los guantes. Los invitados, tomando sus sillas con ayuda de los discretos lacayos, se dispusieron en dos grupos: uno al lado de la dueña, junto al samovar; otro en un lugar distinto del salón, junto a la bella esposa de un embajador". Sólo un párrafo de la inmortal novela "Anna Karenina", de León Tolstoi, que relata una escena cotidiana en la Rusia del siglo XIX.

El samovar, ese particular artefacto tan identificado desde siempre con Rusia, su historia y su cultura, merecía su museo. Y tal recinto no tenía mejor lugar para estar que Tula, 165 km al sur de Moscú, una ciudad que desde mediados del siglo XIX se transformó en la principal fabricante de samovares de toda Rusia.

El Museo del Samovar inauguró en 1990, en una antigua casa ideada por el arquitecto Sirotkin, con una exposición organizada en tres salas, que se inicia con los modelos más antiguos, del siglo XVIII. De hecho, se puede apreciar uno de sus precursores, una especie de "prototipo de samovar" llamado "sbitennik", que hasta el siglo XVII se usaba para preparar sbiten, una bebida muy popular entre los rusos a base de hierbas, especias y miel. Pero eso fue antes de que a Rusia llegara el té desde China, a través de las invasiones mongolas, que dominaron buena parte de Rusia por 400 años. Desde entonces, los rusos adoptaron esta infusión como propia, e idearon el samovar -ese tan atractivo recipiente metálico en forma de cafetera alta, con una chimenea interior y un pequeño hornillo- para prepararlo y mantenerlo caliente.

Piezas de colección

En la segunda sala del museo se pueden ver distintos samovares hechos en Tula desde la segunda mitad del siglo XIX hasta comienzos del siglo XX. Por ejemplo, los que produjo la Asociación de Fábricas de Samovares de los sucesores de V.S. Batashev en Tula -Batashev fue una de las mayores y más famosas factorías de la ciudad del siglo XX-, o aquellos que recibieron premios y medallas en las exposiciones mundiales de París, Chicago y Londres. La exposición contiene también elementos de miembros de la familia Batashev, y los cinco pequeños samovares que la familia les regaló a los hijos de Nicolás II, el último zar de Rusia. También hay artefactos soviéticos de entre las décadas de 1920 y 1940, como el "narguile turco", regalo para S.I. Sepanov, director de la fábrica de municiones de Tula en 1930; o el que le regalaron a Stalin en 1949, para su cumpleños número 70.

La exposición de la tercera sala muestra productos de Stamp, la única fábrica de Tula que continúa manufacturando samovares. Hay además ejemplos de samovares "zharovoi" -con hornos para carbón o madera-, eléctricos y combinados, y modelos con llamativas pinturas y decoraciones.

En el museo hay además una tienda en la que se pueden comprar decenas de modelos diferentes de samovares, desde los más simples, a unos 170 dólares, hasta los más exclusivos, entre ellos el Imperial, que alcanza un valor de casi 10 mil dólares.

Atravesada por el río Upa, en el centro de la Rusia europea, Tula -capital de la provincia del mismo nombre-, con cerca de 550 mil habitantes, es una antigua ciudad que se convirtió en centro industrial metalúrgico a partir de 1712, luego de que en la zona se descubrieran yacimientos de hierro y carbón. En 1718 llegó a ella el zar Pedro El Grande, quien encargó a la oligárquica familia Demidov la construcción de la primera fábrica de materiales bélicos de Rusia. Poco después, Tula se convertiría en centro neurálgico del proceso metalúrgico más grande de Europa del este. Como derivado de esta actividad, allí se estableció, en el siglo XVIII, la primera fábrica en producir samovares en forma industrial.

ALMA RUSA

A la mañana, con crema o leche, pan de centeno y manteca; después del almuerzo, con un acompañamiento dulce; en la merienda, con pan blanco o masas; y después de cenar, solo. Los rusos beben té a toda hora, y si bien ahora hay maneras más rápidas de prepararlo, nada mejor que disfrutarlo en torno a un samovar, que tras la cena solía ocupar el centro de cada mesa, con los comensales reunidos en torno a él. Estar sentado alrededor de un samovar humeante, con un tibio té entre las manos, es un ritual que abriga cuerpo y alma.

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