
Alexandre Grimod de la Reynière era un pintoresco, culto y noble abogado francés que ha pasado a la historia gastronómica como uno de sus más brillantes personajes y autores.
Algunos justifican sus excentricidades que consideran causadas por el defecto físico en sus manos. Pero a causa de su personalidad tuvo que sufrir pena de reclusión el una convento hasta 1788. De regreso a París, en su residencia palaciega inició la costumbre de invitar a las más importantes personalidades del mundo financiero y artístico de la época.
Sus cenas se hicieron famosas, no sólo por la calidad de los asistentes y de la comida sino que también por las bromas macabras que se desarrollaban durante el transcurso de ésta. Las puertas solían abrirse solas, retratos de antepasados del anfitrión se movían misteriosamente o escalofriantes esqueletos danzantes se presentaban de improviso ante los ojos de los azorados invitados.
Pero ha pasado a la historia, porque además de sus activadades mundanas escribió libros de indudable valor en su época como: "El almanaque de los gourmands" o "Calendario Nutritivo" y el "Manual de los Anfritiones".
Además, ideó un jurado de calidad integrado por los más relevantes gastrónomos que semanalmente degustaban los productos que les presentaban los proveedores y emitían un veredicto. Si el veredicto era favorable constituía un sello de calidad que el proveedor esgrimía con orgullo y además aumentaba sus ventas.
Grimod de la Reynière: el padre del discurso gastronómico
«Los placeres que nos procura la buena cocina son los primeros que se conocen, los que más tarde se abandonan y los que más a menudo se pueden saborear. ¿Podrías decirme lo mismo del resto?»
A Grimod de la Reynière (1759-1837) deben todos aquellos que se dedican a las cuestiones gastronómicas el haber inaugurado el «discurso gastronómico», un tipo de discurso nuevo que va a convertirse en un auténtico producto cultural y que coadyuvará a potenciar la cocina a todos los niveles. Gusto y olfalto, considerados en lo más bajo de nuestra escala sensorial, van a colocarse, a partir de este momento, en un lugar preeminente. Él es el primer periodista gastronómico y constituye, todavía hoy día, un punto de referencia inexcusable en la gastronomía que se ha convertido ya en una cuestión de estado. Y es en Francia en donde surge y se mantiene en todos los niveles sociales. Una pasión que se ha extendido con una rapidez inusitada (sólo tenemos que mirar la pujanza que ha adquirido en nuestro país en tan poco tiempo). Baste mirar las cifras que ofrece H. Gault sobre establecimientos en París: en 1960 un solo restaurante japonés, actualmente más de 120; dos o tres vietnamitas, que hoy son más de 6.000 en la capital. En total, unos 10.000 restaurantes exóticos en París y 40.000 en Francia. ¡No están nada mal las cifras!
Grimod se percata, como ningún otro, que la burguesía necesitaba un nuevo ‘estilo’ de vida que le permitiera instalarse y perdurar. Y nada mejor que establecer unas fronteras nítidas y precisas de los usos y costumbres de cocina y mesa. En sus ‘Almanaques’, o el admirable ‘Manual de anfitriones’, Grimod de la Reynière fue algo más que un amable cronista de restaurantes: fue un ideólogo consciente y eficaz para la clase que había substituido a la aristocracia en el poder.
Hijo de una familia acomodada, prácticamente repudiado por su familia a causa del defecto físico que tenía (carecía de dedos en las manos), se lanza a una vida desenfrenada que acaba con su destierro en un convento cerca de Nancy. Aquí comenzará a saber de los placeres de la mesa, gracias al abad del convento. A su salida del convento abre un comercio de ultramarinos y droguería en Lyons. A la muerte de su padre en 1792 regresa a París, recupera su herencia, entre la cual figura el Hotel de Versalles donde organiza sus fabulosos y extravagantes banquetes. Su vida está plagada de rarezas y excentricidades: odiaba, por ejemplo, el servicio de mesa y, para no aguantar a un criado, mandó instalar un tubo acústico y de este modo daba las órdenes directas a la cocina. Su tiempo lo repartía entre la lectura (dicen que leía 14 horas diarias), la gastronomía y la literatura gastronómica.
Pero si por algo ha quedado en la Historia es por ser, como hemos dicho, el fundador de la verdadera literatura gastronómica. Sus célebres ‘Almanaques’ constituyen el punto de arranque de lo que van a ser las ‘Guías gastronómicas’. Un ‘jurado degustador’ se reunía una vez a la semana para degustar materias primas, regaladas por los distintos establecimientos y elaboradas por los mejores cocineros de París, emitir un juicio acerca de ellas. Su éxito fue inmediato y las opiniones de este jurado temidas y esperadas con ansiedad por todos los proveedores. Si el jurado emitía un «certificado de legitimación»(Grimod como secretario de la Sociedad, redactaba y firmaba el mismo los certificados, alcanzando con ellos gran notoriedad, poder e importancia), el producto en cuestión adquiría una fama que todos disputaban y trataban de conseguir.
Había nacido una nueva parcela de la cultura escrita: el periodismo gastronómico (la gramática del estómago) que venía a institucionalizar lo que Montaigne había denominado la ‘Science de la gueule’ (ciencia del paladar): la gastronomía. Un término que se impone en 1801 y detrás del cual se ocultan realidades muy diversas. Desde un nuevo culto generalizado a la mesa: se la degusta, se editan libros o se la ve en cantidad de programas de televisión, se la critica, se frecuentan sus templos sagrados…; hasta sus implicaciones económicas: «La concesión de una tercera estrella en la ‘Guía Michelin’ hizo que aumentara mi clientela, de la noche a la mañana, un 65%», confiesa Bernard Loiseau. Aparte, claro está, de las implicaciones, cada día más importantes, para la economía de cualquier país.
Grimod, de fácil y fulgurante pluma, nos ofrece buenos y abundantes consejos:
«¡Qué imbéciles gastrónomos deben ser los que anuncian a gritos que hacen servir una buena comida a la débil luz de las velas y qué ‘entendidos’ serán los que creen deleitarse al resplandor de luces vacilantes y tristes!
El mayor pecado que un ‘gourmand’ puede cometer contra los demás es quitarles el apetito. El apetito es el alma del ‘gourmand’, y quien intenta estropearlo comete un asesinato moral, un asesinato gastronómico, y por lo tanto merece que se le condene a trabajos forzados.
Nada hay que ayude tanto a la digestión como una buena anécdota de la que uno pueda reírse con toda el alma.
Una persona estúpida jamás y en ningún sitio se comporta más neciamente que en la mesa, mientras que una persona con agudeza de ingenio tiene en la mesa la mejor ocasión para lucir sus facultades.
La única manera decorosa de rechazar el plato que os ofrece la dueña de la casa es pedirle algo más del plato anterior.
La divisa del verdadero ‘gourmand’ es aquella del viejo Michel de Montaigne: «Mon métier est l’art de bien vivre» («Mi oficio es el arte de vivir bien»)».
No resulta inoportuno acabar nuestro artículo con unas palabras de Grimod acerca de la sidra. También existe sidra en otros lugares fuera de Asturias, y como aquí buena y pésima sidra: «El que haya bebido sidra en buenas bodegas de Normandía y vuelva a beberla en la capital no podrá creer que se trata del mismo líquido. Allí, es fuerte, espumoso, espirituoso incluso, mientras que el de aquí es azucarado, empalagoso y de fabricación artificial… Si se toma con ostras como única comida, es el día en que mejor se saborean».
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